Ya el primer golpe
ya el duro hierroque me raja el pecho,
Jorge Luis Borges– Poema Conjetural
Si bien este artículo tiene el título que tiene, debo confesar que estuve muy tentado de titular “Espadas de mi mundo”. Pero aunque uno se conserve jovial, la sospecha de que a los 45 años se debe exhibir cierta madurez, me dio pudor y lo dejé así. No obstante, aspiro a estructurar esta módica reseña sobre espadas recordando aquellas con las que jugaba de niño (y no tanto) porque aceros tan fabulosos, así como los valores de sus gallardos portadores, me acompañan desde entonces como talismán propicio para entrar en un mundo de fantasía que nunca he abandonado.
Mentes más esclarecidas invocarán la simbología diversa que a lo largo de los años se ha conferido a la espada tanto en textos sagrados como profanos. Así, tenemos la espada flamígera con la que un querubín preservaba las puertas del Paraíso definitivamente perdido por Adán y Eva y la varia espada que ángeles, santos y mártires usaron como emblema, desde la espada del arcángel Miguel hasta la espada que Juana de Arco, pasando por la espada de Santiago Apóstol, el Matamoros y su intervención providencial en la Batalla de Clavijo. Por otra parte, en la antigüedad, es dable recordar la representación estatuaria de Marte, el dios romano de la guerra, con una espada victoriosa y la de Zeus, que forjó una espada de rayos, nubes y fuego para poner fin a la lucha entre los titanes y dioses del panteón griego. Asimismo, en la mitología nórdica, se consideraba que una espada puesta en el lecho entre varón y mujer era símbolo de la castidad (signum castitatis) tal como sucede con Siegfried y la walkyria Brýnhid, que yacen con la espada Gram de por medio. Y ya que estamos con el tema, el feminismo ultramontano encontrará otras implicancias y segura evidencia de falencias fálicas en la ceremonia de la acolada, por la cual en la Edad Media se armaba caballero a quien se tocaba con la punta de la espada. No se me escapa ninguna de estas significaciones. Ya bien decía San Agustín que “signun est enin res, praeter speciem quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationen venire[1].
Sin embargo, a la hora de fundar mi gusto personal por las espadas, prefiero otorgarle alguna probabilidad al contexto geográfico. En efecto, nací en el extremo más austral de la Sudamérica, donde la Independencia se ganó a lomo de caballo y golpes de sable. Y nací en una república del Río de la Plata donde el culto del coraje y la amistad encontraron en el filo de míticos cuchillos un ámbito de expresión. Eduardo Gutiérrez, en su libro Juan Moreira escribía “La daga de Moreira es digna de figurar en un museo al lado de la espada del Cid o cualquiera otra arma histórica que simbolice un brazo de extraordinaria pujanza y un corazón de un temple espartano”. Y ciertamente que tanto Juan Moreira como Martín Fierro de Miguel Hernández, eran libros de lectura obligatoria en el colegio. Es que mientras en otras geografías se imponía la civilización con la ley del revólver, en la Argentina el gaucho tenía en el facón un arma pero también una herramienta. Y más adentrados en el siglo XX, cuando en otras ciudades arreciaban las Thompson, en la Buenos Aires del guapo o compadrito, se cargaba cuchillo en la sisa del chaleco y las disputas se resolvían con un duelo criollo, mientras se escuchaba un tango pendenciero.
Y sin dudas, el contexto histórico hizo también su trabajo. Ya dije la edad que tengo, que es una forma de decir que soy de la generación que creció con “Sábados de Super-Acción” en la tele y matinés con tres películas en el cine de barrio. Cintas de cowboys e indios, claro, pero también, muchas, muchas, películas de romanos y por supuesto, películas de capa y espada. Pertenezco a la generación de niños a los que era habitual regalarle un cinturón canana con un Colt 45 pero también una espada. Y en modo alguno nos convertimos en delincuentes infanto-juveniles ni asesinos seriales por entretenernos con armas de juguete, por el contrario, éramos felices (antes de seguir, no creo necesario tener que aclarar que deploro todo tipo de violencia y que no que milito en asociaciones que propugnan el derecho a “dispare antes y pregunte después” ni barbaries semejantes). Sigo. En ese caldo de cultivo crecí amando las espadas.
La segunda espada me la regalaron mis padres era la Espada Cantarina del Príncipe Valiente. Con una falda blanca de mi abuela como capa y la tapa de una olla en desuso pintada de gris, era el hijo de Aguar, rey de Última Thule, que andaba por la cenagosa Inglaterra del Rey Arturo. El Príncipe Valiente recibió esta Singing Sword de manos del Príncipe Arn, quien también pretendía a Ilene. El rapto de la muchacha por unos vikingos, hermana a los rivales en el amor de la doncella, y ambos caballeros emprenden su rescate. Y ya que estaba en Camelot, mi espada se convertía en Excalibury yo, en el Rey Arturo, que cabalgaba por el amor de Lady Ginebra, asistido por los demás Caballeros de la Tabla Redonda: Sir Lancelot, Sir Tristan, Sir Perceval y Sir Gawain, para sucumbir a las intrigas de la maléfica Morgana, a quien ni el propio Mago Merlín podía domeñar con sus hechizos.
Excalibur, epítome de la espada mítica, que admite tantos orígenes como leyendas artúricas se hayan escrito. La más difundida es aquella por la que Arturo Pendragon accede al trono tras removerla de una piedra donde estaba firmemente clavada (curiosamente, esta historia se parece a la saga nórdica que cuenta que el propio Odín clavó en un roble una espada fabulosa, como veremos más abajo). Volviendo a Excalibur, en una de las versiones, el Mago Merlín es el consumado herrero que forja la espada con el metal extraído de un meteorito. En otras, es obra de una fragua en la isla de Ávalon. En algunas transcripciones, Arturo recibe la espada de la Dama del Lago.
Lasiguiente espada que atesoré fue un Florete. Quería ser El Zorro, el personaje de la Disney, que imponía justicia contra la maldad cobarde del Capitán Monasterio y el desopilante Sargento García. Guy Williams, el actor detrás de la máscara, era tan famoso en la Argentina que decidió mudarse aquí, donde finalmente murió. Pero con un espadín en mi poder y la capa (que dada vuelta, servía para jugar a Batman…), alternaba mi rol de Diego de la Vega con las coreografías que le había visto hacer a Stewart Granger en El Espadachín de Siena y sobre todo, en Scaramouche, película que contiene el mejor duelo de espadas de todos los tiempos. El niño que fui, andaba por toda la casa simulando combates gloriosos, atravesando habitaciones, subiendo a mesas y sillones y hasta perpetrando el infaltable tajo a una vela (con el merecido reto posterior). Y ya que lucía tan multimodal atuendo, otras veces me empleaba como uno de Los Tres Mosqueteros, conforme la película que tiene a Gene Kelly por D’Artagnan y a un inmenso Vincent Price como el Cardenal Richelieu.
Pero no todo era cine. Los radiantes libros de la infancia también proveían material para afanarse con el serrucho sobre las tablas rapiñadas. Con más imaginación que certeza, me había confeccionado un Krissmalayo, de feroz hoja lanceolada, para representar las aventuras que Emilio Salgari ideó para Sandokán y los Tigres de la Malasia, el fiel Yañez; Sambigliong; Lady Marian, la malograda Perla de Labuán y el tiránico Rajá Blanco de Sawarak. Y la prolífica pluma del italiano me proveyó de otros momentos dichosos, con un Sable de Abordaje al cinto y subido a una de las columnas de hierro de la galería de mí casa, a guisa de cofa del barco pirata del Corsario Negro, el infamado señor de Ventimiglia, devenido en filibustero de las Antillas.
Cuando tenía unos 13 años, irrumpe el primer capítulo (luego cuarto…) de una saga que cambió para siempre la historia del género fantástico. Las batallas con los Jedis revoleando un Sable de Luz me rindieron para siempre (y a unos cuantos millones más, de mayor fanatismo aún). El lector tendrá que admitir que ese sonido característico del entrechocar de los chorros de energía lo venimos imitando hasta el presente, no importa que ya seamos señores de vientre prominente o calvas provectas. Es imposible sustraerse al vertiginoso encanto de las batallas, primero entre Lord Vader y Obi Wan Kenobi y luego, entre el propio Darth y Luke Skywalker. Estas espadas, me permiten hacer una digresión. Ya más grande, en un programa de cine que daban los sábados a la noche en la tele, pasaron toda la serie original de Flash Gordon, filmada en los años ‘30. Allí, el Emperador del Planeta Mongo, el cínico Ming, usaba una Espada de Fuego, que sin dudas fue inspiración para aquellas espadas que se usaron “hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana”.
Volviendo a las épocas del colegio secundario, las lecturas escolares me hicieron conocer cinco espadas míticas. Objeto de esas lecciones, imaginé una y mil veces a la Tizona y la Colada, las celebérrimas espadas del Cid Campeador. La primera, según cuenta el Cantar, fue ganada por el Mío Cid en combate singular al Rey Búcar de Marruecos. Y la segunda, también fue premio de la lid contra el Conde de Barcelona. Como es fama, ambos aceros fueron regalados a los Infantes de Carrión y recuperados por el de Vivar, luego de la ignominiosa Afrenta de Corpes. Tuve ocasión de contemplar ambos originalesen la Real Armería del Palacio Real, en Madrid. Poco me importó su autenticidad. Fue un relámpago. Cerré los ojos y pude escuchar las voces de Alvar Fañez Minaya, Pero Bermúdez y Muño Gustioz en aquel arduo castellano. Sólo me queda decir que en el cristalero principal del living de mi casa, tengo una réplica de la Tizona que me regaló mi cuñado para un cumpleaños.
También las clases de literatura me dejaron una de mis espadas favoritas: Durendal (como prefiero) o Durandarte, la espada del Paladín Roldán. Recibida en ocasión de ser armado caballero de manos del mismísimo Carlomagno, La Chanson de Roland dice que en su pomo guardaba varias reliquias cristianas, como un diente de San Pedro; sangre de San Basilio y una porción del manto de la Virgen María. Mi mente adolescente se inflamaba con los portentos que protagonizaba tan esforzado caballero, enfrentando casi en solitario la carga de miles y miles de alevosos sarracenos. Y la valiente obstinación en postergar el son del olifante y el gesto final para que su espada nunca fuera rendida en la Batalla de Roncesvalles. Al día de hoy, cuando tengo por delante alguna circunstancia que exige de un inusual coraje, suelo repetir a manera de oración laica: “Denos Dios ventura como al Paladín Roldán”, palabras que Bernal Díaz del Castillo pone en boca de Hernán Cortés. Me gusta tanto esta arenga, que hasta se la he prestado a uno de los personajes de un cuento, que precisamente se llama Roldán, quien la recita antes de ir confesar su amor a la señorita Florencia.
Hrunting, la espada de Beowulf, del poema épico epónimo, fue otra espada debida a las tareas escolares. El héroe se ofrece para desafiar al ogro de los pantanos, el demoníaco Grendel, a quien mata en pelea a mano desnuda. Pero luego, deberá enfrentar a la abominable Madre de monstruo, una criatura de etiología incierta, con quien combatirá en el fondo de una caverna inundada, ocasión donde la poderosa espada se revelará inefectiva. A pesar de todo, esta suerte de troll madre es vencida. Antes de morir y luego de prósperos años reinando en paz, Beowulf enfrentará a un dragón.

No estaría completo este errático deambular por los recuerdos infantiles y las espadas fantásticas que jalonaron mi adolescencia y primera juventud, si no mencionara dos espadas provenientes de los dibujitos animados. Una, la Espada del Poder, aquella que el flequilludo Príncipe Adam invocaba por el poder de Greyskull para convertirse en He-Man. Y la otra, de unos dibujitos que aún de grande seguía viendo con innegable placer: la Espada del Augurio, que era la espada de Leon-O, el señor de los Thundercats. Más de una vez llegaba tarde a clases en la Facultad por haberme entretenido en un nuevo capítulo de la lucha de esos felinos cósmicos con la armada mutante liderada por el pérfido Mumm-Ra (al que le tenía mucha simpatía por esa maldad irreductible). Sí, sí, ya era alumno universitario y seguía estrechamente vinculado con las espadas, aún las de unos dibujitos animados.
Por esa misma época, llegó a los cines de mi ciudad de Santa Fe, una saga de espadachines inmortales: Highlander, donde aparece uno de mis archivillanos favoritos, el Kurgan, que enfrentaba a través de los siglos a Connor McLeod y a Juan Ramírez Sánchez VillaLobos. Las espadas aquí, desde luego, son protagónicas, en tanto los inmortales deben batirse entre sí para obtener el Premio, a cuyos fines, se suceden los duelos y decapitaciones varias, porque sólo puede quedar uno. Así, un joven Connor marcha a la batalla contra el clan Fraser portando un Claymore escocés. Es en esa batalla donde se enfrenta por primera vez con el Kurgan y adquiere la inmortalidad. Precisamente, en razón de esta condición única, sobrevive a su amada Heather. En su honor, el Claymore queda en los Highlands, clavada como lápida de su esposa irreparablemente fallecida. Más tarde, el inmortal recibe de Ramírez una Katana, formidable pieza del mejor arte japonés, con empuñadura de marfil, guardamano de oro y vaina de cuero. Y finalmente, está la Espada del Kurgan, temible espada de más de 1.20m de longitud, que además tenía en la empuñadura un botón que hacía aparecer unas púas mortales. ¡Hello Pretty!

Aquí finaliza mi censo, que no pretende ser exhaustivo ni mucho menos, porque sólo se refiere a las espadas de mi mundo fantástico. Seguramente el atento lector encontrará imperdonables omisiones o se dará a reconvenir inmerecidas inclusiones. Lo cierto es que inclusas o ausentes, todas estas espadas son un emblema de nobleza, y coraje; fuerza de voluntad y espíritu de combate, valores bastante desempleados en el mundo que nos toca vivir. Bienvenida la fantasía entonces, si nos permite rebuscar en nuestros corazones para honrar las espadas que supimos merecer. Y que así sea.
© Pablo Martínez Burkett, 2011 – Especial para la edición #111 de la Revista Digital miNatura (junio-julio 2011), dedicado a espadas y brujería.
[1]San Agustín - De Doctrina Christiana; II, 1.1.El signo no es pues la cosa, más allá de la imagen que se ofrece a los sentidos, sino un otro que hace llegar a la reflexión.